El sábado en la madrugada desperté alrededor de las 3 de la mañana, con un sentimiento de tristeza que me pesaba en el pecho. Inmediatamente reconocí que me había llevado conmigo todas las emociones que los presos con los que había convivido ese día proyectaron hacia mí. Me costó trabajo volver a dormir.
El domingo regresé a la segunda y última parte de una taller de alternativas a la violencia que había ido a cursar a la prisión. Al final del día, al despedirme, volví a irme con la misma tristeza, pero aún mayor que la del día anterior. Llamé a una amiga y estaba convencida de que mi paso por las montañas en mi camino de regreso a casa se encargaría de llevarse lo demás.
Yo no sé mucho de prisiones, a mí no me parece distinto un centro de detención de una prisión de máxima seguridad. Ambos lugares son fríos, planos, tristes, pero uno de los presos me aseguró que sí hay diferencias y que en el lugar en el que se encontraba ahora era mucho mejor que en los anteriores.
La prisión a la que fui es de máxima seguridad y muchos de los presos tienen condenas de por vida o de muchos años. Se les va la vida en medio de la nada, oliendo a diario el ganado y abono, sintiendo la fuerza del sol y el aire sofocante del desierto en las pocas horas que pueden estar afuera, rodeados por paredes de cemento y alambres de púas.
El perdón es un tema central en su vida, el perdón que necesitan de la familia o familias de su(s) víctima(s), el que necesitan de sus propias familias, el que necesitan de la sociedad y el que necesitan de sí mismos. Es un mundo complejo el de ahí adentro, donde tienen horas para idear nuevas formas de meterse en problemas, donde tienen tiempo algunos de enamorarse y pensar en formar una familia aún cuando las posibilidades de dejar la prisión sean mínimas, donde pueden decidir cambiar su vida y soñar con terminar sus estudios de preparatoria para poder ir a la universidad cuando salgan. Alguien me pregunta cuánto se gana de maestro. Tal vez con deseo de alentarlo le explico el rango de pago de un maestro bilingüe. Dentro de mí pensaba en que tal vez lo podía convencer de que es una buena carrera, pero veo en su rostro que no se asombra por la cifra que le doy. Tal vez en la calle ganaba más, no quise preguntar.
Uno de ellos cuenta con orgullo que hace ya 15 años que decidió cambiar su vida y habla de las formas en las que el taller le ha ayudado. En una conversación individual me cuenta de su conversión al cristianismo y cuando pregunto un poco más me cuenta sobre los 14 años que pasó en solitario. Era un niño al llegar ahí, apenas 17 años y ya cumplió 47. "Ha cambiado mucho el mundo allá afuera" le digo...no creo que pueda imaginarse cuánto. Cuando le pregunto sobre qué es lo primero que quiere hacer cuando salga de la cárcel, sin titubear y con una sonrisa en el rostro me dice "Quiero ir a la playa, quiero meter los pies en el mar". Yo sonrío y le dejo saber que me parece una buena idea.
En más de una ocasión me dicen que esperan que yo regrese a trabajar con ellos, que esperan que yo haya podido ver otra faceta de ellos.
Tal vez le temen al olvido, tal vez ahora se dan cuenta que el olvido era la sentencia verdadera.
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